Cuenca Inédita XIV: El retablo de Santa María de Alarcón.


Un rápido vistazo a una maravillosa obra de arte y a uno de los mejores retablos de la provincia de Cuenca, en la iglesia de Santa María...

Un rápido vistazo a una maravillosa obra de arte y a uno de los mejores retablos de la provincia de Cuenca, en la iglesia de Santa María de la villa de Alarcón.
Santa María es un magnífico templo columnario de cuatro fustes. Aunque no se conservan fechas exactas, la horquilla más probable para su construcción son los años de 1530 a 1560. Las trazas con seguridad las hizo Pedro de Alviz, maestro de obras vizcaíno, que trabajo por tierras de Cuenca entre 1524 y 1545, año de su muerte. Fue uno de los más prolíficos y reputados en su oficio en el obispado conquense, autor de obras como el convento de San Pablo en Cuenca, la cabecera de San Nicolás de Priego o la preciosa parroquial de Garcinarro, que no llegó a terminar. Los diseños de Santa María de Alarcón aún se los debían a su muerte, y tuvo que entregarlos muchos años antes, a tenor de la cronología de la iglesia. Es más dudoso que Alviz interviniese directamente en las obras, pese a su amplio círculo de colaboradores. Santa María, bello espacio interior, es sin embargo una iglesia baja, robusta, la menos grácil que trazó Pedro de Alviz, y eso que prescinde de capiteles y cornisas (tan frecuentes en él) para acentuar las líneas verticales. Le faltan casi dos metros de altura para una perfecta proporción. Quizás sus planos fueron muy tempranos, quizás se modificó el alzado buscando el ahorro de costes. Tiene un regusto norteño, de iglesia cántabra o vascongada, pesada y con diminutas ventanas, concebidas para resistir galernas ajenas a estos pagos manchegos. Ello no quita que se trate de uno de los mejores templos renacentistas de Cuenca en su modalidad suprema: la iglesia columnaria, dotada en su concepción con un complejo programa arquitectónico y simbólico.



La portada principal recupera la esbeltez, filigrana del mejor estilo Renacimiento y obra de Esteban Jamete, que se encargó de ella hacia 1550 y que todavía la labraba en 1557, cuando lo prendió la Inquisición de Cuenca. En Santa María de Alarcón trabajó con sus oficiales Pedro de Saceda y Andrés de Arteaga, y también labró el Sagrario (que entrega hacia 1551) y acaso la pila bautismal.
Por el contrario, y a pesar de lo que se ha dicho, es muy poco probable que el retablo sea de Jamete. Se entrega en 1572 y debió contratarse pocos años antes. Jamete fallece en 1565 y casi no trabaja desde 1557, lo que lo excluye. Basta un vistazo para saber que las trazas tampoco son suyas: es un retablo de un plateresco recargado, tardío, pasado de moda para la década de 1570 y ajeno a los modelos de Jamete.
Eso sí: es soberbio, tanto en el detalle de la labra como en la planta general como en el sentido escénico que genera. Por las diferencias en la mazonería hay que pensar al menos en dos desconocidos artífices trabajando codo con codo. Puede que no estén muy al día sobre las novedades artísticas imperantes, pero son competentes, minuciosos y peritos en su oficio. Lo doran y policroman Martín Gómez el Joven y Juan de Ortega.





En alzado es completamente clásico: basa, predela, cuatro cuerpos y ático. La disposición vertical es más confusa: a partir de tres calles centrales apunta forma poligonal delimitando dos entrecalles decoradas con escultura exenta y dos filas de columnas externas, de poco peso, en lugar de la polsera. Esta solución en los extremos, sin resultar torpe, es la menos afortunada de todo el conjunto.
La decoración es un grutesco obsesivo, con horror al vacío. Invade columnas, doseles, chambranas y entablamientos en un juego delirante de oro y color, sin apenas repetirse en motivos o cromatismos, decorando las partes visibles y las ocultas a la vista por igual, en la mejor tradición del primer Renacimiento hispano.




El retablo fue terriblemente mutilado en 1936. Casi todas las imágenes exentas fueron destruidas (con excepción de las figuras laterales del calvario superior y una talla de Eva), junto con el altorrelieve central, que representaba la Asunción de la Virgen. Quedan los once paneles restantes, todos con escenas marianas con excepción de los del primer cuerpo, donde el ciclo cambia como suele ser habitual. Su calidad hace lamentar doblemente las partes desaparecidas.

No obstante, lo que queda colma las expectativas del amante de la belleza más exigente.


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