Cuenca Inédita VI: El Castil del Rey en Boniches.

Cuenta la leyenda que, allá por los años de Érase una Vez, el último rey musulmán de estos contornos serranos fue derrotado...



Cuenta la leyenda que, allá por los años de Érase una Vez, el último rey musulmán de estos contornos serranos fue derrotado por los invasores cristianos. Y cuenta también que antes de partir despojado y humillado ocultó un fabuloso tesoro que era la memoria de su pueblo en lo alto de su más inexpugnable fortaleza, un castillo que no era obra de la mano del hombre, sino que había sido levantado de la osamenta del mundo por los propios djinns.
Y cuenta otra leyenda que el rey moro había tenido amores en su juventud con la reina de los djinns, cuando en la noche de San Juan (en una noche de San Juan cada cien años, con Najwa al-Uzza sobre el nadir y entre los cuernos del Creciente) había atisbado a la dríade fuera de su palacio subterráneo de mil columnas, lavando sus cabellos en las raudas del Cabriel. Allí la llamó por su nombre, la besó y arrojó a la espuma la diadema maldita. Años después, cuando su amado partía al exilio para no volver, la Dama (a la que el rey había dado una hija) cubrió el castillo con un encantamiento eterno de abandono y olvido, para que nunca pudiese ser habitado de nuevo por el ser humano, sino sólo por aves de rapiña y númenes del aire.
Y allí quedará el tesoro del rey, protegido por anillos de sortilegio y la guardia insomne de una princesa de cabello de espuma y profundos ojos morunos, hasta que el Clemente, el Misericordioso, decrete la consumación de los siglos.



Leyendas de las sierras de Cuenca.
Algunas de origen medieval, de la época de aventura de conquista y repoblación del territorio; otras más antiguas, de orígenes protohistóricos. Unas y otras se imbrican en nuestro folclore, y el Castillo del Rey es un buen ejemplo.
Y es que el lugar es para inspirar leyendas: hace unos días hablamos de su mellizo el Castillo del Saladar en Pajaroncillo, pero el Castillo del Rey le supera: nuestro más espectacular cerro-torre acastillado, de conglomerado rodeno, de salvaje cortadura a todos los flancos, levantado sobre el paisaje onírico del valle del Cabriel, rodeado de una geología delirante de agujas y crestas de pudinga rojiza que hace palidecer a otros parajes geológicos mucho más conocidos de nuestra Serranía.

El lugar, como el Saladar, tiene ocupación del Bronce Medio, Hierro I y II, e islámica. El asentamiento se dispone en tres plataformas sucesivas, protegidas más por la orografía que por fortificación. La primera terraza, bastante abierta, da paso a un segundo nivel que tuvo que ser un perfecto villorrio troglodita, de reminiscencias capadocias, de viviendas asentadas en roca viva y apiladas unas sobre otras, con tres aljibes. El tercer nivel (el cerro-torre propiamente dicho) acogía la fortaleza, y no es accesible salvo instalando una vía de escalada y con técnicas de progresión vertical. Del castillo islámico en la cumbre, construido con piedra toba, quedan vestigios mínimos: la erosión del conglomerado (que en algunos sitios ha hecho retroceder el borde al menos dos metros) no ha dejado demasiado. El resto ha sido removido por las incursiones cíclicas que ha sufrido el lugar a manos de los paisanos, que se han encaramado a la cima jugándose el tipo con rudimentarios procedimientos para buscar el legendario tesoro del rey. Para que luego digan que las viejas leyendas no tienen tirón.



Aunque no pueda accederse a la cumbre, el lugar bien merece una pausada visita. Desde la carretera es un corto paseo en una subida no demasiado acusada. Caminar por algunas zonas requiere agilidad. Precaución con la roca mojada y con los cantos del conglomerado, que saltan con facilidad.
Y por favor respetad el lugar: recordad que lo protegen antiguos hechizos.


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